
Correr, correr, correr, correr, sudar, beber y volver a correr. En eso podría resumirse una maratón. Sin embargo, todos los que han corrido esta distancia alguna vez saben que, al final, lo de menos -o casi- es el día de la carrera.
Una maratón es seguir un riguroso plan de entrenamientos de varios meses, en el que te queda claro que vas a tener que correr varios días por semana. Y lo vas a tener que hacer haga frío, sol, lluvia o te sientas mal del estómago. Una maratón es levantarte a las seis de la mañana o salir a correr por la noche porque tu trabajo o tu familia no te dejan otra opción.

Una maratón son roturas, pubalgias y hernias. Son torceduras, catarros, sobrecargas… una maratón es no poder beber ni comer lo que quieres, es perder parte de tu vida social y dejar de escribir al ritmo que lo hacías. Una maratón es morir y resucitar al tercer día.
Una maratón es un esfuerzo enorme y anónimo que te deja una medalla y una sensación de haber hecho algo grande -aunque en la cruda realidad del día después todo siga igual-. Ni tus compañeros de trabajo te van a respetar más, ni los adolescentes te dejarán un sitio en el autobús, ni tus amigos te contarán lo que piensan de verdad. Asúmelo: después de la prueba sólo te quedarán las agujetas, el no poder bajar las escaleras y la movilidad del profesor Xavier.
Una maratón es todo esto -¡vaya que sí!-, pero también, es algo más. Porque, a pesar de todos los sufrimientos y del esfuerzo que lleva prepararlo, a pesar de sentir los nervios previos y del madrugón para desayunar… ver a los demás corredores a tu lado, oír a una ciudad dándote ánimos, sentirte importante aunque sea por unos segundos… te hace sonreír. Y eso, amigos míos, eso es lo importante… correr para sonreír.
Luis enhorabuena…. cuanta llevas ya??? Un abrazo desde Santander, a ver si nos vemos esta navidad un abrazo
Es la segunda!!! Muchas Gracias!!! Pensé que iba a verte este año también!!!